viernes, 24 de enero de 2014

Los libros viajeros

Las editoriales suelen ofrecer puestos de trabajo.
Y no, no me refiero a los libros de viajes, sino a aquellos libros a los que yo llamo viajeros o itinerantes, y son los que llevan a sus tapas más de una mudanza.

Este cariñoso apelativo que hace aproximadamente un lustro puse a mis amigos los libros, surgió cuando yo trabajaba en un despacho de abogados que ocupaba una oficina alquilada, y que por motivos obviamente de economía y que el jefe se ahorrara sus buenos dineros mensuales en el pago del alquiler, varias veces tuvimos que trasladar de una oficina a otra. ¿Sabéis cuanto pesan vuestros libros? Yo si. Tres bravos traslados, tres. Como los carteles de las corridas de toros, pero con libros.

Tres traslados de libros, que en mi hicieron mella como tres enormes marrones de los que no me pude escaquear. Bien es cierto que yo cobraba mi sueldo, y que me daba igual en el trabajo hacer una cosa o hacer otra. ¡Como si me dicen que pinte una pared!, cosa que también hice, pero lo que me traía de los nervios era tanto traslado de libros que luego no se leían.  

Algunos eran de consulta, como los de legislación y jurisprudencia o los diccionarios (a pesar que también los teníamos online mediante una suscripción anual), pero otros eran de los típicos que se utilizan como decoración. Y pesaban. Mucho. Yo le ofrecí a mi jefe el donarlos a un par de asociaciones locales de fomento de la lectura, y a cambio comprar yo de los chinos, unos libros de mentirijilla que venden como objeto decorativo, y que no pesan.

Ideales para las mudanzas, claro. Mi jefe, una persona chapada a la antigua a pesar de su juventud, hizo caso omiso a mi sugerencia y prefirió seguir con tanto libro como teníamos de Signo Editores. Yo tras la mudanza, comencé a enviar curriculums.

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